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La distancia era corta: apenas cinco quilómetros que separaban el pueblo donde vivíamos (El Figaró)   del que lo flanqueaba (La Garriga), al sur del nuestro. Cinco mil metros que se recorrían en un tiempo bastante superior al que las leyes de la física y de la lógica  indicaban , incluso para algo tan arcaico como los ferrocarriles de la época: un par de puentes, un túnel y algunas curvas puestas a conciencia lo hacían posible; hacían posible esos doce o trece minutos que en aquella época eran un mundo: año 1985, probablemente. Teníamos catorce años, pues, o estábamos a punto de cumplirlos. Y éramos cuatro: D., J., M. y yo, otra eme distinta a M. Y serían las cinco de la tarde, aproximadamente, igual que en el poema de Lorca (aunque en él eran en punto: las cinco en punto de la tarde). Al salir de clase.  Nuestra escapada al pueblo vecino en busca de algo que llevarnos a la boca y a las manos (también a la memoria, pero entonces no lo sabíamos). La misma escapada casi todas las tardes

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