La distancia era corta: apenas cinco quilómetros que separaban el pueblo donde vivíamos (El Figaró) del que lo flanqueaba (La Garriga), al sur del nuestro. Cinco mil metros que se recorrían en un tiempo bastante superior al que las leyes de la física y de la lógica indicaban, incluso para algo tan arcaico como los ferrocarriles de la época: un par de puentes, un túnel y algunas curvas puestas a conciencia lo hacían posible; hacían posible esos doce o trece minutos que en aquella época eran un mundo: año 1985, probablemente. Teníamos catorce años, pues, o estábamos a punto de cumplirlos. Y éramos cuatro: D., J., M. y yo, otra eme distinta a M. Y serían las cinco de la tarde, aproximadamente, igual que en el poema de Lorca (aunque en él eran en punto: las cinco en punto de la tarde). Al salir de clase. Nuestra escapada al pueblo vecino en busca de algo que llevarnos a la boca y a las manos (también a la memoria, pero entonces no lo sabíamos). La misma escapada casi todas las tardes de la semana. Nuestro pequeño éxodo. Aquel día, el trayecto fue más corto de lo habitual: en apenas tres minutos el tren se detuvo con gran estrépito de hierros y chispazos y humo y silencio. Acabábamos de salir del túnel, justo en la linde de nuestro pueblo, y aún no habíamos enfilado el primero de los puentes (sobre el río; el segundo dejaba a sus pies la carretera que más tarde habría de convertirse en autovía) que separaban los términos municipales de los pueblos vecinos. Nadie se alarmó. El tren iba prácticamente vacío, pero lo suficientemente ocupado como para que alguien se alarmara: y nadie lo hizo: nosotros tampoco: D. llevaba puestos los auriculares: Supertramp; J. se retocaba con los dedos el pelo engominado, contemplándose en la ventanilla donde se perdía un paisaje demasiado conocido; M. pelaba el extremo de un tallo de paloduz con la punta de la misma navaja con que se repasaba las uñas, los ojos entrecerrados por el humo de su cigarrillo de niño viejo; y yo hacía ya dos años que escribía en serio. Así pues, a nadie le extrañó que el tren se detuviera: eso era algo que pasaba con cierta frecuencia en aquellos años. Cada uno a su manera pulsó el stop: D. en mitad de “Even in the quietest moments”, J. parpadeando ante el cristal que le servía de espejo, las manos ahora en los bolsillos, M. cerrando contra su muslo la navaja mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero que había bajo la ventanilla, y yo, que hacía ya algo más de dos años que escribía. Íbamos solos en el vagón. Lo que nos esperaba en La Garriga tenía tanto peso específico que imposibilitaba la necesidad de compartirlo; y ahora se retrasaba: aquel parón inoportuno aunque no insospechado posponía nuestra cita hasta no sabíamos cuándo. Nos asomamos al exterior, bajando la hoja horizontal de la ventanilla; por parejas: M., sus rizos dorados y largos, el aliento a regaliz y a Ducados, y J., que se componía el cuello de la camisa y alisaba los faldones de la misma por fuera de los vaqueros, gustándose a cada rato. D., los cascos de espuma naranja de su walkman al cuello, y yo, que hacía ya un par de años… Ocho ojos adolescentes asomados al mundo, al bosque de matorrales, a lo que debería ser impensable si no fuera porque era, precisamente, habitual. En efecto, ahí estaba, ante nuestros ojos, ante nuestra mirada: la cabeza de un hombre. Sólo la cabeza. Y la cabeza sola era el hombre en sí mismo. Una testa magnífica. De hombre maduro. Un hombre al que entonces le atribuí la edad que yo tengo ahora. Debía de ser más joven, sin embargo: no había cana alguna en su melena enmarañada (un pelo semejante al que yo peinaba en aquella época) ni en su barba de clochard. Un individuo bello cuyos ojos cerrados recogían las últimas imágenes posibles. Una persona con el futuro denegado, escindido del presente; una memoria ahíta de recuerdos sin memoriay su cuerpo acaso mezclado entre las traviesas, los pernos, el balasto (palabras que yo ya conocía porque hacía más de dos años que), bajo la quietud del vagón. Todos la vimos, vimos la cabeza: la vio D., tuvo que verla, estático a mi lado, porque Hodgson y Davies y el resto de la banda hacía rato que habían enmudecido. La vieron M. y J., aquél con la ansiedad del fumador precoz y la pulcritud religiosa del convicto que acabaría siendo, y éste porque el cristal bajado de la ventanilla imposibilitaba el efecto espejo. Y también la vi yo, que hacía más de dos años que. No obstante, nadie dijo nada. Aquello era hermoso y atroz. Artístico. Una instalación inefable. Nos quedamos embelesados ante aquel prodigio. Qué suerte tuvimos de que aquella cabeza apareciera precisamente ante nuestra ventana, pensé entonces. No. No pensé eso. No definí como “afortunado” aquel lance. Lo hago ahora. Ahora que han pasado treinta y cinco años. Lo único que pensé aquella tarde es que su tamaño era un poco más grande de lo normal. Y ese tamaño lo marcaba la carencia: no era un hombre decapitado, sino una cabeza incorpórea. Una cabeza desprendida de todo, que podría bien ser un hombre en sí mismo, todo cuanto al hombre le quedaba. Y sí, me pareció más grande de lo normal. Inconmensurable. Sólo pensé eso; o recuerdo que pensé. No recuerdo, sin embargo, cuándo reemprendió la marcha el tren. Pero tuvo que hacerlo, pues ahora estoy aquí escribiendo que tampoco les dijimos a ellas nada de aquello. Ellas. Cuatro Penélopes adolescentes que preferían la compañía extraña de sendos chavales del pueblo vecino a frecuentar unos cuerpos demasiado fáciles, como lo es todo aquello que se vuelve habitual. Éramos lo exótico. Y ellas nos esperaban. Y a ellas nada dijimos. Aunque es obvio que el tren partió —ya que escribo ahora y aquí «el tren partió»—, se diría que nunca salí del todo de él, de aquel tren. De aquel vagón. Ellas. El objeto de nuestro éxodo. De nuestras pequeñas odiseas vespertinas. No recuerdo sus nombres; ni sus iniciales. A mí me gustaba una de ellas; a D. le gustaba otra. Y así. Ellas no supieron que los cuatro mirábamos en silencio un hombre muerto; el resto de un hombre que era en sí mismo todo el hombre. Asimismo, tampoco llegaron a saber que lo demás era un cúmulo de materia vital o una expansión orgánica bajo las ruedas de un tren parado. Él era aquello, no obstante: todo lo que era era eso. Y los cuatro lo veíamos. Los cuatro que, junto a él, H., nos convertíamos en una misma colectividad que desconocíamos. Los cinco: D., rubio aunque no tanto como M., su música esperando la orden de un dedo índice; J., castaño de pelo engominado y largas pestañas imposibles; M., más rubio que Leif Garrett y con más rizos que Leif Garrett, y tan limpio, tan pulcro, tan precedente como aquél; y yo, moreno de pelo largo que adolecía de becquerismo, niño depuesto en favor del hombre que acabé siendo, cuyo historial de algo más de dos años de escritor era una especie de carta de presentación, unas señas de identidad. Y luego estaba él, H., un hombre sin recuerdos. Una memoria borrada (por usar una imagen de Jorge Semprún, a quien entonces no conocía y a quien tanto conocería andando el tiempo), una memoria, pues, que se acababa de borrar ante nuestros ojos, nuestros catorce años. Un individuo sin vida interior, y cuya vida exterior éramos nosotros. Nunca, en estas tres décadas y media, escribí acerca de aquello. Jamás. He escrito mucho. He quemado mucho más de lo que he conservado, y lo que he conservado no es poco. Pero nunca escribí sobre aquel día. Al poco de aquello, M. desapareció de nuestras vidas, se lo llevó un viento del sur cargado de promesas o un caballo loco y líquido, delicuescente; a J. le sorprendió encontrar a alguien que le gustaba más que él mismo, y con ella se fue, unos seis o siete años después de H., se fue de nuestras vidas, por así decirlo; a D. lo frecuenté un tiempo más, una década, quizás, hasta que ya. Como suele pasar. Y me quedé solo.
Y escribí mucho, aunque no sobre aquello.
Hace casi veinte años que me fui definitivamente de mi pueblo (si es que algo así es posible), y han pasado más de ocho desde que lo visité por última vez. No he vuelto a saber nada de ellos, de M., de J., de D., nada. No sé si aún están vivos, que es tanto como no saber si ya están muertos. Es posible que ellos no sepan nada de mí, ni si vivo ni si muero. Y de H. sólo sé que vive en mi memoria; vive muerto en mi memoria. H., cuyo recuerdo no me duele. Su cabeza exenta de cuerpo me mostró una pulsión tan extraña como humana. Me enseñó a huir de, y a acercarme a. Durante los siguientes años, hasta 1999 (el último del siglo de nuestras luces), escribí, revisé, rompí, me deshice de, quemé, guardé, reescribí, creé, sí, cientos de textos, poemas, versos, estrofas, cosas. Y decidí conservar sólo una pequeña parte de ello. El resto aparece de vez en cuando en mi memoria, igual que H. Nada graveMateria intangible. La forma de lo inefable. Levedad que pesa lo justo. La misma levedad del cuerpo de aquel hombre, de H., bajo el vagón donde cuatro chavales empezaban algo; sobre los raíles de una tarde cualquiera de un día entre semana. Al salir de clase. Su cabeza conservada en un instante eterno para nosotros; aquella testa que con el tiempo ha adquirido un tamaño normal. Los ojos cerrados, el pelo largo y enmarañado, la barba tupida y negra, los pómulos bronceados, quemados por un sol viejo, todo ello, todo aquello, fue un rayo de luz en nuestro tenebrismo adolescente de mediados de los ochenta. Al menos, en el mío. Lo sé ahora.
Aglutiné una representación de sesenta y ocho poemas escritos en aquellos años, los que siguieron a H., de principios de 1989 hasta el final de 1999; los que iban desde mis diecisiete años hasta mis veintiocho. Sesenta y ocho textos de los cientos que escribí; de los cientos que destruí. Y no hablo de aquello, de aquella tarde; no hablé, ni en lo que conservé ni en lo que deseché. Nunca lo hice. A aquel cuaderno lo titulé Si no hubiera que aprender.
Os dejo una muestra. Al fin y al cabo, yo era eso. Yo fui ése:

arrugas
Remanente caudal de tiempo
salpicando un proyecto acabado.
Miras la figura 
que ha venido a verte:
lo conoces de vista:
sabes que te mueres
porque el niño te visita.
Permaneces quieto,
tus brazos alrededor del tiempo-niño
que te envuelve.

poso
Espiga combada que menguas tu sombra,
tu gesto se vuelve mirada y espejo;
apenas sostengo la hoz y ya espero
segar la maleza que oculta el camino.
Hoy llueve por dentro. Si yo fuera zarza,
o grávido chorro de tiempo, podría
espiga ligera que cedes tu frente―
alzar esta noche mi vista del suelo.

el padre
Mi
tronco
tiene
la
carcoma
de
tu
tiempo.

voy a tener que dolerme de nuevo
Peor que el dolor, 
peor que domeñar el pasado
para inventar un recuerdo.
Mejor siquiera es servir la desgana.
Pero el verso no;
el verso me duele por toda la soga.

el cansancio
He empezado por donde lo dejé mañana
el presente no existe ahora―
y mañana no estaré para nadie:
ni siquiera para explicar
por qué hoy empieza todo.
Las palabras hablan por mí,
cualquier palabra, todas las palabras:
nada, por ejemplo:
nada lo define todo.

la derrota
Busco a hurtadillas
en la última página
la solución.

(Seis poemas de Si no hubiera que aprender)

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