Creo no equivocarme si afirmo que la arrogancia nunca ha estructurado mi literatura; y sin embargo, un impulso semejante a la vanidad creció en mi interior una vez concluidos los poemas de Tierras de aluvión: los primeros textos en que reconocí un estilo que me era propio: unas piezas que inauguraban (eso me pareció entonces) lo que se da en llamar "voz poética", si es que algo así es posible. Todo lo que hube escrito anteriormente, pues, carecía de valor literario; el único valor que podría atribuírsele, en consecuencia, era sentimental.
Aquella pulsión de envanecimiento, cuyo embrión macabro revistió de opacidad mi mente y mis quehaceres, fue desapareciendo poco a poco; y su desaparición permitió, asimismo, la desnudez atávica ante cualquier proceso creativo.
Con el tiempo (ahora) puedo afirmar que la validez de Tierras de aluvión era relativa. Soy capaz, incluso, de ir más lejos: asegurar (sin falsa modestia) que todo cuanto vino después carece, en efecto, de valor.
Yo, como cualquier individuo, pude elegir entre la voz y el silencio; entre hablar o callar. Escogí la voz: la palabra. Escogí decir, pudiendo haberme callado. Ahora sé que fue un error (ha sido un error). Y sé, además, que reincidiré cuantas veces me sea posible.
La perfección mora en lo ideal: en ese estadio en que habitan la felicidad, la ataraxia, la belleza, lo puro: en ese estadio cuyas paredes son los lindes de la única nación soberana: la mente. Todo lo escrito deja de tener valor (al menos para mí), precisamente, una vez escrito. Todo lo hecho ya no puede ser “no hecho”: la posibilidad es abandonada en favor de algo tan rotundo como un participio; y esa irreversibilidad empobrece la forma y lastra su memoria.
Empecé aquel cuaderno cuando llevaba un par de años instalado en la trentena; lo di por acabado sobrepasada la mitad de aquella década. La proximidad del medio siglo es ahora un hecho. Todo este cúmulo de tiempo ha obrado en detrimento de la perfección. Pienso en Pavese; en su gesto. Pero yo no puedo dejar de hacer lo que hago: darme de bruces, una y otra vez, contra la materialidad: contra la forma de la idea. Una y otra vez. Una y otra vez. Y no ignoro que cuanto haga, en adelante, carecerá de valor: al deshabitar la utopía me convierto en precedente. Precedo la forma exacta de una equivocación; reincido, me demoro en el error, redundo en un vacío que lleno de más voz, más palabra. Así es. Así será. Aunque esta es otra historia, y probablemente nunca haya (nunca halle) tiempo para explicarla.
Os dejo siete piezas de aquel cuaderno:

anotaciones
El pasado no es más que esto,
ahora lo sabes.
Podrías definirlo de diversas maneras;
aunque estás seguro de caer en un error.
Lo has ubicado siempre a la espalda,
pero no está detrás.
Lo tienes ante ti, junto a ti:
todo este cúmulo de anotaciones
que descubres, después de tantos años,
en los papeles que escribiste:
el pretérito regurgitado desde esas décadas
en los folios que has esparcido esta mañana
sobre la mesa,
y cuyos apuntes te demuestran que eres otro.
«Tu pasado está pasando»,
eso también lo escribiste entonces,
es posible que lo encuentres entre estos poemas.

anotaciones (ii)
No tienes miedo.
Ni miedo ni vértigo ni nostalgia.
No es el pasado lo que te aterra:
es posible que sean los vínculos.
No sabes por qué, pero los detestas;
y que aparezcan así
en esta mañana de abril tan lenta,
precisamente ahora que ―serías capaz de decirlo―
ya estás seguro de no haber sido nunca tan feliz.
No lo dices. Para no mentirte;
para no seguir alimentando esta mentira:
correcto, por ejemplo, versión definitiva, 
rotulador rojo y letra clara―; 
cambiar título, suprimir, escandir de nuevo.
No es miedo.
Son los vínculos.
(Tu letra como el azote del tiempo.)
Supr

anotaciones (iii)
No sabes qué pensaría ella ahora:
también su letra delimita los márgenes
de algunos de tus poemas viejos.
Debes reconocer que te reconforta
descubrir sus palabras en tus textos.
(Ella siempre anota a lápiz.)
Y has pensado muchas veces
en la mentira vital que toda verdad esconde.
Lo prueban estos poemas que contemplas,
con sus acotaciones diversas ―vieja letra joven―,
como escandallos que acreditan una razón.
No sabes qué pensará ahora,
aunque no te sería difícil preguntárselo:
llegará puntual a la hora de comer;
pero no lo harás.
No le preguntarás qué opina ahora de aquello.

anotaciones (iv)
Has salido a tender la colada: ropa de color;
de color negro, para ser más preciso.
Cuelgas todas las piezas húmedas
y te paras un momento a contemplarlas:
excepto algunas mudas, 
todo lo demás es viejo.
Es posible que provengan de la época
de los textos, y se te ocurre pensar
que el cuerpo no ha sufrido cambios.
Cuando a la tarde dobles la ropa
también estarás doblando el pasado.
A no ser que llueva;
no descartes que llueva esta tarde.

anotaciones (v)
Al final has caído en la cuenta;
no sabes quién ha sobrevivido a quién:
también las fotos tienen anotaciones,
aunque para poder verlas debas mirarte;
y las agendas viejas y las facturas antiguas,
los extractos bancarios, las nóminas.
Incluso las sábanas donde dormiste esta noche.
Te sientas en la eslora de la cama:
tiempo intacto y calcinado.
Pero lo que aún es útil no se debe desechar.
Alcanza esa manta,
verás qué bien te arropa con su lana vieja.

anotaciones (vi)
Cinco o seis bolsas serán suficientes:
las facturas viejas; las garantías caducadas
de los utensilios que aún funcionan;
los extractos y las nóminas que ya no sirven;
los poemas. Tus poemas.
No has podido más que certificar esa muerte.
Vas cerrando con un nudo sencillo
todas las bolsas de plástico.
En las anotaciones ha caído una sombra definitiva.
No tiene la menor importancia.
Sales afuera.
Las esquinas se doblan con relativa facilidad.
Algunos vecinos te saludan;
pero ellos no saben del forense que llevas dentro.
No saben que te aterran los vínculos,
ciertos vínculos, alguna forma concreta de vínculo.

anotaciones (vii)
Empiezas a tener hambre.
Tu futuro ―tu destino, incluso―
es comer a la hora señalada
con quien todavía te escucha.
Ella como presencia para combatir el miedo.
Aunque sepas que no es miedo;
aunque sepas también
que el cabello que perdiste, las arrugas, 
el sueño que te rapta cada noche con más prontitud,
todo ello ―lo sospechas, al menos―
son anotaciones.
Anotaciones en un texto viejo.

(Siete poemas de Tierras de aluvión)

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