Os dejo una muestra de un intento de ensayo que se quedó en nada; o en ficción, que no es poco:

La primera vez que te nombré me agachaba para mirarte a los ojos y poder escribirte. Nuestra cercanía se iba confundiendo, poco a poco, en un parentesco que acabaría por unirnos. Entonces tú eras papel y lo puse por escrito. Aún eres papel. Acudo a buscarte con tu nombre ―todavía desconocido―, porque ahora que no estás necesito nombrarte. Cuando seas verbo, si éste alienta tu estatura, una efeméride nueva nos acogerá. Y yo ya no estaré.

El sistema no puede hacer nada cuando yo tomo a jorge, a césar, a nicole, a jaume, a belén ―pongamos por caso― y les hablo; y ellos me hablan. No puede hacer nada cuando salgo en zapatillas a comprar el pan, o me pongo guapo ―es un decir― para ir a tirar la basura. Soy consciente de que al sistema no le importa lo más mínimo lo que yo haga o deje de hacer, pero el caso es que si le importase tampoco podría hacer nada: no es importante que yo no le importe al sistema, sino que éste no pueda actuar sobre ello. Que no pueda hacer nada ―aunque quisiera― cuando salgo al patio y dejo migas de pan, cada sábado, para los gorriones, colirrojos, aguzanieves, a veces una pareja de mirlos, alguna tórtola. Absolutamente nada. Me espera fernando dentro, con su tiempo amarillo.

He empezado a utilizar los pasos de peatones y cuando llueve, aunque tan sólo llovizne, si salgo a la calle no lo hago sin paraguas.

Esto, Liberto, quizá te haga sonreír (aunque es algo, diría, pensado para lo contrario): días atrás me dijeron que hacía falta tener mucha imaginación, «cantidades ingentes de imaginación y de poder de abstracción», para entender los poemas que yo escribo. Que para conseguir comprender su significado es «imprescindible vivir en un mundo propio», alejado del mundo real y, por supuesto, no tener los pies en el suelo. Es curioso que quienes me dijeron esto ―tertulianos, escritores también, de unos encuentros literarios que hacemos una vez al mes― y lo defendían y argumentaban entusiásticamente, es curioso, digo, que éstos no tengan ningún reparo en reconocerse creyentes, por ejemplo, o en aceptar de buen grado vivir como súbditos de un rey ya que a éste se le supone un poder inherente sobre los demás. Es interesante ―quizá debería tomármelo como un elogio, ahora que lo pienso― que alguien que tiene tanta imaginación como para creer en dios y en la monarquía concluya que hay que tener cantidades ingentes de imaginación ―de la que ellos dicen carecer― para entender mi poesía.

Siempre pensé que faltaban padres; que, en cierta manera, sobraban hijos. La inercia, la cultura, las ganas, la necesidad, y vete a saber qué otras razones o causas, han llenado el planeta de niños desamparados: hijos que piden una madre, un padre, alguna cosa dulce que llevarse a la boca. Y, sin embargo, aquí estoy, contribuyendo al desamparo de esos hijos que ya nunca podrán ser míos. A sabiendas de la putrefacción de la vida y a cuyo olor, quizá, ya me haya acostumbrado. Uno acaba persiguiendo la impunidad.

(de La bicada)

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