La sombra dentro del cuerpo es un compendio de relatos que gira en torno a dos ideas principales. La primera: La cuestión de si es posible la mirada impune; si la existencia del individuo conlleva para éste la condición de testigo. Y la segunda: Dilucidar dónde se gesta el dolor (el dolor físico y, sobre todo, el moral): ¿en la memoria, que acaba pariendo el mal?, ¿o en el daño engendrado, precisamente, por la memoria?
En estos relatos (en los que se repiten personajes a modo de hilo argumentario más propio de la novela que de la narrativa corta) subyacen, asimismo, otros temas que no son más que la consecuencia de las dos ideas troncales; temas como la culpa, el agravio, la expiación, el recelo o la neutralidad.
En el texto (poco más que un aforismo) que marca un punto de inflexión en la intención narrativa del cuaderno, el protagonista se pregunta: «Estoy perdido en mitad de un atajo. Pero la cuestión no es ésta. Mi desorientación no tiene importancia alguna. La pregunta es: cómo he venido a parar aquí».
En efecto, a lo largo del desarrollo de los cuentos que pueblan La sombra dentro del cuerpo, se repite de manera mántrica (lo hacen los personajes, con sus reflexiones y quehaceres) la máxima que intenta hacer posible que la consecuencia no sea, también, una causa: evitar que el dolor individual se convierta en daño colectivo.
Os dejo el relato que concluye el cuaderno:

«El niño nunca se dormía antes de que su padre llegara. (El padre era una persona muy puntual, llegaba siempre a las 2.45 h., jamás se retrasaba, y hasta entonces el hijo no apagaba la luz.) Después de cenar veía un poco la tele, junto a su madre; al cabo de treinta minutos, tres cuartos de hora como mucho, el niño le daba un beso de buenas noches antes de retirarse a su habitación. Una vez allí, cogía el libro que estuviese leyendo en ese momento, devoraba algunas páginas, las que cupieran en una hora y media, aproximadamente, y luego cerraba el libro para esperar a su padre. (Ya había pasado un cuarto de hora, más o menos, desde que escuchara a la madre acostarse.) Ése era el planteamiento de todas sus noches. No contenía la respiración entretanto (qué va, al fin y al cabo no llegaba a tres horas el tiempo de espera), pero sí notaba una presión en el estómago ―con los años supo que a eso se le llama nudo―, hasta que sentía las llaves del padre hurgando la cerradura un rato: seguro que lo hacía a oscuras, para no iluminar inútilmente todos los rellanos con la luz central; y luego sus pasos entrando ya y avanzando por el pasillo. El chaval permanecía un poco más así, despierto ―el nudo deshaciéndose, al fin―, mientras el padre recorría el piso a través del largo zaguán, entraba en el baño, salía, entraba en la cocina, se quedaba un poco allí, comiendo algo frío, quizás, bebiendo un vaso de agua, salía, entraba en el dormitorio que compartía con su mujer ―no podía ver la luz bajo la puerta en la habitación del niño porque tenía por costumbre encender todas las luces de la casa―, y ya no volvía a salir hasta la mañana siguiente. (En efecto, el desenlace de su noche coincidía plenamente con el desenlace de la noche del hijo, aunque él no lo supiese.) Entonces sí, el chaval se levantaba, iba al baño, apagaba ―de vuelta― las luces y se disponía a dormir.»
de La sombra dentro del cuerpo

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